Pasear perros

Por un venturoso azar del destino, me encuentro instalado en un barrio fancy de un sector acomodado de la ciudad. Digo ‘fancy’ porque el barrio es arquitectónicamente bonito, bien cuidado, con árboles altos y jardines bien regados. Digo ‘azar’ porque la decisión de vivir acá fue tomada casi por las circunstancias. Y digo ‘venturoso’ por la ocurrencia de un fenómeno que felizmente hace un tiempo he podido dilucidar pero que parece ser uno de los misterios más grandes que ha sido velado a la humanidad actual, y es que vivir rodeado de árboles y vegetación lo hace a uno más feliz, no me preguntéis bajo qué mecanismo. 

Y de hecho, el verdor exuberante de este barrio invita a que uno lo recorra, a que camine por sus infinitos rincones, todos diferentes, y se detenga a observar cada detalle con esmero, a sentir el olor de los jasmines y las glicinas, el rebosar colorido de las bugambilias y a escuchar el canto de los pájaros, los cuales son tan variados como la vegetación circundante. Empero, me doy cuenta de que este tipo de actividades, que a mí me parecen tan gozosas, adolecen de escasa popularidad entre los residentes,  quienes han convertidos estos ociosos pero necesarios paseos en una práctica sumamente inusual, a menos que se haga —cómo no— con el único fin de pasear al perro que tienen de mascota, y quien debe soportar varias horas de encierro en los pequeños apartamentos en los que se acostumbra a vivir aquí, además de la ingrata continencia forzada de sus deshechos. 

Cuando digo ‘soportar varias horas de encierro’, estoy dando a entender que el hecho me parece difícil de llevar para los caninos, considerando que en estado salvaje su naturaleza les empuja a grandes desplazamientos e intensa actividad física. Pero también, considerando la naturaleza salvaje de las personas humanas, podemos observar que nuestro caso es bastante parecido. Esto me lleva inevitablemente a preguntarme: ¿quién saca a pasear a quién? ¿Será que una parte importante pero inconsciente del placer que otorga tener un perro es justamente la oportunidad que brinda para salir un rato a conectarse con la realidad? ¿Y qué es la realidad, y por qué la podemos encontrar al aire libre y no frente a nuestro ordenador, encerradas entre cuatro paredes?

La vida que llevamos definitivamente no es la realidad, es una historia ficticia que sucede en nuestras mentes solamente, y que de alguna manera torpe se articula con las historias en las mentes de las demás personas, y nos lleva a tener ciertas ideas comunes que descuidadamente confundimos con la realidad. El siglo XXI no existe, no existe nuestro trabajo ni el dinero que supuestamente ganamos con ello. No existe nuestra propiedad sobre nuestra casa, no existen las leyes de propiedad, ni siquiera existen las leyes. El código civil es una ficción común, también la bandera, las fronteras imaginarias de nuestro país, nuestro mismo país es también imaginario, y como todos lo imaginamos más o menos igual, pareciera como que existe en realidad. Pero no es la realidad. 

La realidad no es más que el juego eterno de la causa y la consecuencia, y en este juego, nosotros, seres conscientes, podemos llegar a tener el privilegio del libre albedrío, es decir, generar causas. Pero junto a aquel privilegio, está el implícito deber de la responsabilidad. No hacerse responsable de lo que uno genera es no vivir en la realidad, sino en un mundo de fantasía en el cual no pagaremos ningún precio por nuestras acciones. O al menos eso parece. 

La realidad de sacar a pesar perros —al menos en este barrio— es que, contrario a como hacemos con notable desidia en lo personal (en que nos vemos a nosotras mismas cagando en el agua dulce que tanto decimos defender), del perro debemos llevarnos su mierda, no la podemos dejar ahí en el pasto, debemos asumir la responsabilidad que conlleva el maravilloso privilegio de contar con un esclavo que nos brinda gratis aquello que nos falta, cosa que durante miles de años de esclavitud fue el trabajo bruto y la mano de obra, pero que en la actualidad de este barrio es simplemente un poco de amor incondicional, algo que ya nos dimos cuenta que jamás podremos esperar de un esclavo humano. Ni de ningún humano. Por eso somos amos de un perro, pagamos para tenerlo, lo mantenemos con vida y lo podemos matar si quisiéramos. Y el amor y la lealtad que de él recibimos la pagamos recogiendo mierda. Eso es responsabilidad, eso es vivir la realidad, la causa y consecuencia que anima el universo entero. 

Y además, ¡qué caros son los impuestos por vivir en este barrio! Benditos perros que nos sacan a pasear y nos dan así la posibilidad de aprovechar todas aquellas bondades que el departamento de urbanismo municipal ha contemplado para sus contribuyentes, y que de otra manera pasaría inadvertido ante nuestros incautos ojos, siendo apenas un lujoso regalo para los pájaros, y por lo cual, por cierto, pagamos mensualmente.

Y lo pagamos con dinero imaginario. Menuda ganga. 

—25. Okt, 2022

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