El choque con la realidad

«Nunca se termina de conocer a una persona». Es una conclusión muy recurrida para el caso en que descubrimos un aspecto desconocido en la personalidad de alguien que creíamos conocer a cabalidad, aspecto que esa persona mantenía oculto justamente por su carácter vicioso, y por lo tanto, su exposición develada genera en nosotras una decepción inevitable. Y ciertamente, esta decepción puede ser tan sorpresiva y llegar después de tantos años de conocer a una persona que resulta muy válido decir que no terminaremos de conocerla jamás. Esta moraleja se utiliza siempre cuando la sorpresa es desagradable, y esto no es curioso pues normalmente publicitamos más nuestros aspectos positivos y virtuosos, de forma que  estos difícilmente llegarán a ser desconocidos para alguien, menos aún sorpresivos. 

La decepción es una situación muy frecuente en las relaciones personales, pero no sólo porque la persona en cuestión oculte deliberadamente sus máculas, sino porque además en la contraparte hay una cierta tendencia a exacerbar la virtud humana, especialmente con quienes nos relacionamos emocionalmente. Amén por eso, pues exagerado o no, quizá sin este mecanismo sería imposible toda relación de confianza y nuestra especie ya no existiría. Considerando esto, me parece injusto deslizar solapadamente la responsabilidad de tal decepción en la otra persona, pues pese a sus intentos deliberados por mostrarse virtuosa y ocultar sus defectos, ¿cómo podemos llegar a ser tan ingenuas de pensar que una persona tal como nosotras no mostraría defectos semejantes a los nuestros e intentaría ocultarlos bajo las mismos motivaciones que nosotras también lo hacemos? Incluso los inocentes niños juegan desde temprano con la mentira, la traición, la venganza y la violencia, ¿qué nos lleva a pensar que existen personas ajenas a tales tendencias? ¿Será acaso esta confianza irracional el modo de operar por defecto en los animales gregarios?

El hecho es que la persona que nos ha decepcionado no es una traidora ni una mentirosa, es simplemente que la ilusión que teníamos de ella se encontró con la realidad desnuda y cruda, en la que nuestro relato fantasioso ya no encontró ni la menor coherencia a la cual aferrarse desesperadamente. O más claro, la ilusión y la realidad se enfrentan en una violenta colisión. La ilusión casi siempre está hecha de una bello pero frágil cristal, mientras que la realidad es roca sólida. El resultado de tal colisión se hace entonces muy sencillo de prever. 

Construimos una ilusión de cómo son las cosas y la creemos de verdad, obviando todas aquellas instancias claves que en el pasado nos revelaron las pequeñas o grandes inconsecuencias de nuestra creencia, y que aún siendo pequeñas y fugaces son fácilmente detectables por la sagacidad de un escéptico, o de cualquier persona que no se encuentre emocionalmente involucrada con la ilusión. Sin embargo, tarde o temprano ocurre un evento demasiado violento y esta ilusión simplemente ya no aguanta más. Descubrimos a un mentiroso con las manos en la masa, el mismo que en nuestra ilusión era indudablemente una persona honesta. Así también, muere un ser querido que en nuestra ilusión era inmortal, pues sí, sabemos que todos vamos a morir, pero como pueden pasar décadas enteras sin que esto suceda, en nuestra realidad el asunto simplemente deja de existir por olvido. No estamos preparadas para que suceda porque en el fondo lo creemos imposible.

Y resulta que descubrimos al mentiroso in fraganti, descubrimos que el mundo es injusto cuando se asesina a un inocente frente a nuestros ojos, o descubrimos que la muerte nos acecha cuando un familiar joven, con toda la vida por delante, perece en un trágico accidente. Ahí se rompe la ilusión y el mundo muestra su realidad. Naturalmente, esta realidad del mundo no es la mentira, ni la injusticia ni la muerte; la realidad del mundo es eso, más todo lo que creíamos, más un sinnúmero de otros elementos que ignoramos, y que son infinitos.

¡Si tan sólo pudiéramos entender esto en el momento! Pero es tremendamente difícil. No atinamos más que a llorar nuestra ilusión destruída, porque eso es precisamente lo que lloramos, no al difunto que nos dejó, ni al amor que nos traicionó, ni al sueño que fracasó: lloramos nuestra ilusión hecha pedazos, lloramos el mundo que habíamos creado, y en el que estábamos tan cómodas, y que ahora se ha ido para no volver jamás. Negamos, nos resistimos, buscamos causas, buscamos culpables, hacemos lo que sea para no tener que aceptar lo innegable: que nos engañamos a nosotras mismas, y que sólo nosotras somos responsables de ello. En el fondo, lo que lloramos es nuestra propia muerte, la muerte de aquella persona ilusa que fuimos y que no volveremos a ser.

¿Serán las lágrimas acaso una manifestación genuina de tristeza, o más bien, un necesario ritual de paso hacia una nueva y radical forma de ver el mundo, y que precisamente por eso brotan de nuestros ojos?

—28 de Noviembre, 2022

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