Traer hijos al mundo es como tener una mascota

En variadas ocasiones es que he tenido la oportunidad —valiosa, se me ocurre ahora que estoy lejos— de compartir una charla con I.R.Prais, familiar cercano de una generación anterior a la mía, y del que tantas cosas he aprendido. Sus observaciones sobre el mundo y sobre las personas son lúcidas pero extravagantes, casi delirantes, rayan en la locura, y justamente por esto es que gozan de una agudeza que las convierte en un potencial deleite para sus interlocutores, aunque para llegar a comprenderlas del todo se precisen varios años de una paciencia abnegada. De hecho, casi nadie lo entiende. El mundo toma a Prais por loco, pero mi diagnóstico es un poco más benévolo: simplemente padece de lucidez descontrolada. Es cierto también que en ocasiones se torna monotemático, cargante e incluso tal vez un poco incoherente; casi dan ganas de saltar del coche en plena marcha cuando se le acompaña de copiloto y comienza a dar la lata. No obstante sería injusto decir que sus momentos brillantes no compensan aquellos otros largos soliloquios inconexos y narcotizantes.

De I.R.Prais es la siguiente historia que os voy a contar, aderezada, como es de esperar, con mis propios recursos literarios en compensación de mi escasa capacidad de retención de los diálogos originales, pero siempre bajo el intento de mantener la esencia primaria del mensaje y de su momento (pues Prais es de aquellos que por fortuna evolucionan su pensamiento). Al respecto quiero agregar que en cualquier narración resulta un poco inevitable —sin embargo también deseable— exagerar algunas cosas para realzar el drama, recurso el cual no me he cuidado de mesurar, aunque siempre procurando que el espíritu de la observación de Prais permanezca íntegro. Pues bien, vamos a la historia de una buena vez.

I.R.Prais disfruta conducir el coche en las grandes avenidas, ir desde aquí hasta allá sin aparente motivo, mas movido por propósitos que, dada la profundidad, escapan al entendimiento de un corriente. Fue precisamente en uno de estos viajes, atravesando una zona residencial a una velocidad sin duda moderada, en que él, sin querer, atropelló a un perro pequeño, un cachorro, causándole heridas de gravedad mortal que, adelantando el relato, llevarán al canino a la muerte en unas pocas horas. Hay que exculpar a Prais, el hecho fue intempestivo, la corta edad del cachorro, su escasa experiencia en la calle y la aparente excitación del momento le llevaron a una rápida incursión hacia el asfalto en donde la muerte le esperaría bajo las oscuras llantas del Citroen C3. No había nada que se pudiera hacer, muy poco tiempo, un leve bache en el automóvil y la sentencia del pequeño animal quedaría sellada.

Hay que decir de I.R.Prais que el sujeto no es un desalmado, su calidad humana, bajo toda superficialidad, está fuera de discusión. Lejos de intentar darse a la fuga, como muchos de sus compatriotas lo harían sin ningún asco, él detuvo la marcha, retrocedió el coche y se bajó a asistir al pobre animal que yacía en el pavimento dando penosos espasmos musculares. En esto llegó también una niñita llorando y su madre consternada. Ambas corrieron hacia el lugar del suceso, en donde ya se encontraba Prais en compañía del desgraciado.

—¡Amadeo! —grita la madre desesperada hacia el perro— ¡por Dios, Amadeo, responde!

—¡Amadeo! —lloriquea la niña.

Ambas sacudieron un poco al perro para ver si había todavía algún signo vital al tiempo en que las lágrimas y la desesperación comenzaban a apoderarse de sus corazones.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó la madre a Prais, con evidentes signos de no haberse enterado de la conexión del sujeto con el lamentable accidente.

Ante esto, y para evitar verse involucrado en un hecho desagradable, Prais respondió con una de sus famosas «verdades parciales», que es algo que resulta muy provechoso y adecuado para momentos en que hay cosas demasiado incómodas como para ser confesadas, mas no deseamos hacer de ello una mentira. Esto consiste simplemente en decir alguna verdad que sea suficientemente convincente como para desviar la atención del hecho puntual que deseamos ocultar. Debido a nuestra total convicción en la verdad que estamos diciendo (y cuya falta es aquello que generalmente delata nuestras mentiras), podemos exudar la confianza necesaria en el interlocutor como para que este no desee indagar más en el asunto y quede totalmente satisfecho con nuestras respuestas.

—El perro fue atropellado, yo lo vi y me detuve de inmediato a revisar su estado de salud.

Brillante «salida del paso», ni una sola mentira. ¡Muy bien, Prais!

Pero su refinado y perspicaz tacto social no acaba en este punto. Al contemplar la dramática escena del perro medio muerto, la niña acongojada y la madre desesperada, I.R.Prais decidió sumarse a la solución:

—¡Subid al coche, rápido! ¡llevaremos a Amadeo a un hospital veterinario cercano que yo conozco! —dijo.

La madre, aún presa del shock, no reparó en desconfianzas y subió con la niña y el perro en brazos.

La situación fue favorable para Prais ya que nuevamente tuvo a alguien en el asiento de copiloto que no podía escapar a su fluidez comunicativa, que sin embargo en este caso resultó bastante útil para calmar un poco el estado general de las dos mujeres, quienes a pesar de la conmoción, se mostraron agradecidas de que este simpático personaje haya ofrecido tan generosa ayuda sin ningún interés. Ante la omisión de ciertos detalles cruciales sobre el accidente, me parece importante agregar que Prais no es una persona que busque conscientemente eludir responsabilidades (de otra forma no hubiese detenido el coche siquiera), más bien, las enfrenta de una forma indirecta, la cual el mismo no comprende del todo, pero que yo siempre he observado con cuidado, y con algo de admiración, por cierto.

Además, la omisión de una verdad no siempre esta asociada a un acto deshonesto, como solemos pensar. A simple vista, podría parecer poco ético de parte de Prais el hecho de ocultar su papel en el atropello del cachorro, pero esto responde a un aspecto de nuestro comportamiento social que personalmente me parece muy descuidado y que debiésemos revaluar, especialmente en una cultura como la nuestra, que juega de forma tan peligrosa entre el ideal moral de la honestidad y la hipocresía que practicamos en la realidad. En este caso, si Prais hubiese dicho la verdad, no habría logrado transmitirla con efectividad. La verdad es que él atropelló al perro, pero dadas las circunstancias, es inocente, y a pesar de esto, desea reparar la situación en la medida de lo posible. De haber sabido la verdad, la madre conmocionada, presa de su estado emocional, no podría sino haber visto en Prais a un enemigo del cual desconfiar, odiar y culpar. Jamás se hubiese entregado con tal confianza a su ayuda ni al necesario analgésico que resultó ser su charla camino al veterinario. ¿De qué manera es útil, a quién le hubiese servido que la madre supiese la verdad? Habría sido, en sus efectos prácticos, lo mismo que decir una mentira. La omisión, e incluso cierto tipo de mentiras, a veces resultan ser comunicadoras mucho más eficaces que una verdad desaliñada o con una mala presentación. 

Pero no quisiera detenerme tanto en este punto como en las reflexiones de I.R.Prais sobre el asunto, una vez instalado en la sala de espera con los ánimos más calmados, a pesar de que el estado de salud del canino empeoraba. Todo esto me lo contó mientras yo lo escuchaba con resignación, sentado a su lado en el asiento del copiloto, en un viaje que, debido a sus supuestos ‘atajos’, se tornaba cada vez más largo, incluso por sobre el tiempo normal en el transporte público, y de cuyo embarque me estaba arrepintiendo hasta ese preciso momento. Como lo advertí, pondré mis propias palabras a su discurso pero intentaré mantener el espíritu del mismo en la medida de lo posible, que es un ejercicio al cual estoy acostumbrado, pues si bien los discursos de Prais no representan necesariamente mi propio pensamiento, suelo dejarlos en el tintero por si acaso la coyuntura de algún otro momento los vuelve coherentes, cosa que ha sucedido en más de alguna ocasión.

Discurso de I.R.Prais sobre las mascotas y sus dueños

«…En ese preciso momento lo entendí todo, justo ahí, sentado al lado del cachorro moribundo, entendí por fin la mentalidad de toda esta gente que tiene mascotas. Verás, el ambiente era muy similar a una sala de espera en cualquier hospital, llamadas por megáfono, gente que llega, gente que se va, algunos con buena salud y otros en estado deplorable. Pero había una diferencia fundamental que entenderás a continuación. En un momento llegó una vieja con su perrito, un cachorro al igual que Amadeo, pero que tan sólo tenía una patita rota o una herida de baja gravedad, y aparentemente venía solo a quitarse la venda y a un control, pues ya estaba recuperado. La vieja hablaba con el viejo a su lado, cacareando sobre sus temas cotidianos y observando de reojo la escena de la niña que lloriqueaba cerca de ella (más calmada pero todavía con una tristeza conmovedora) mientras sostenía a su cachorro atropellado y cuyos espasmos disminuían rápidamente junto con su energía vital.

»La vieja observaba la escena sin mostrar el menor signo de tristeza, o al menos empatía, o siquiera compasión… ¡Ni siquiera era capaz de dejar de hablar estupideces en frente de aquella doliente familia! Claro que no, pues ella estaba muy bien; su perro ya se encontraba en franca mejoría y muy pronto estaría moviendo la cola nuevamente entre su mitin de viejas infladas con botox que sin duda dirían “¡Qué bueno que Ricardito al fin se mejoró de su pata! ¡Mirad que amoroso que es!”. Cualquier madre, en cualquier hospital, que viese a otra madre con su hijo moribundo en brazos, aunque su propio hijo se encontrase en excelente estado, no podría evitar verse reflejada en la tragedia de la cual es testigo. Experimentaría, aunque fuese en algún grado, la misma esencia del dolor y la tristeza de la otra madre, cosa que por lo demás es lógico esperar en tales circunstancias de cualquier persona que goce de cierto grado de salud sicológica. Mas en esta ocasión, de parte de la vieja cotorra no había un ápice de esa empatía que consideramos tan “natural” en las personas. 

»¿Sabes lo que sucede? yo te lo diré en una palabra: egoísmo. La superficialidad del estilo de vida de estas personas las tiene tan desconectadas de sus emociones que no son capaces de ver más allá de sus propias necesidades, básicas para colmo. Esta vieja definitivamente no ama a los perros. Ni siquiera ama a Ricardito, simplemente lo tiene como un burdo adorno más a su vida, rebosante en adornos, pero vacía en contenido. Personas como esta vieja dicen amar a los animales, pero escasamente se aman a ellas mismas teniendo animales a su lado. Si realmente amaran a los animales se verían igualmente tocadas por el drama de una niña que acaba de ver morir a su cachorro en la sala de espera de la consulta veterinaria y que está siendo consolada tristemente por su madre y un extraño que las llevó hasta allá simplemente por un altruismo aparente.

»La madre que llora el dolor de otra madre que ha perdido a un hijo, es una madre que realmente ama a sus hijos, y que por lo tanto puede conectarse con esta emoción en la otra. A través del amor hacia los niños se reconocen ambas madres como seres iguales, y el egoísmo se diluye en la consciencia de un designio común. Por otra parte, los falsos “amantes de los animales” dicen amar a Ricardito pero luego no les importa que miles de perros mueran abandonados en las calles, y tantos otros animales sean torturados al quitarles la piel mientras aún viven, o tantos otros millones sacrificados para alimentar a personas que perfectamente vivirían hasta los cien años comiendo vegetales. Eso no es amor hacia los animales, es egoísmo puro».

Experiencia de B.Prais en un cumpleaños infantil, mucho tiempo después

En una ocasión bastante posterior a la data del relato de Prais fue que me encontraba yo mismo en una reunión social con padres jóvenes y niños pequeños. Para ambientar un poco el relato diré que era una fiesta de cumpleaños de alguno de los niños, cuyos padres presumiblemente eran los dueños de la casa que acogía el evento, muy grande y bonita, con un gran patio y piscina. Los niños que pululaban por los alrededores eran todos de la misma edad, lo cual no es una gran casualidad pues eran compañeros del mismo grado en el colegio. Sin embargo —y esto no es tan común— la edad de los padres también rondaba una cifra uniforme, alrededor de los 30 años. El nivel socioeconómico al cual pertenecían era así mismo uniforme, aunque esto tampoco es demasiado sorpresivo pues en este país, en el cual vivo, las escuelas están divididas en clases sociales, y estas clases a su vez en niveles económicos, no culturales. Yo no tengo hijos ni pertenezco al colegio, ni al círculo social… menos al nivel económico. Estaba ahí simplemente invitado por el amigo de algún amigo. Este es un ilustrativo ejemplo de que incluso un país bananero como el mío ofrece ciertas instancias de movilidad social. No. Retiro lo dicho: acabo de caer en cuenta de que soy un hombre blanco con apellido extranjero. El ejemplo no es ilustrativo. Seguimos entonces a la espera de alguna prueba concluyente de que la justicia social existe en algún lugar.

En fin, pasaré rápidamente al punto que quería tocar. Tres niños se me acercaron y me pidieron torta. Lo hicieron porque yo era el único adulto cerca del pastel, no porque tuvieran demasiada confianza en mí, aunque por lo visto les generé una distante simpatía. Los niños de ahora son menos tímidos que yo y mis compañeros de edad en nuestra infancia. A veces me resulta asombroso ver con cuánta rapidez logran establecer vínculos de cierta profundidad con personas que acaban de conocer. Les dije que sí, que no había problema en servirles un trozo de torta a cada uno, de modo que tomé el cuchillo y me dispuse a cortar.

En eso apareció el papá de dos de ellos que ya me parecía que  eran hermanos, un niño y una niña. Pensé en un primer momento que este hombre, alertado por el hecho, venía a limitar la dosis de azúcar de sus hijos, o —bromeando conmigo mismo en pensamientos— que verme sosteniendo con tanta firmeza un cuchillo cerca de sus hijos lo había inquietado. Incluso esto hubiese sido más divertido que sus intenciones reales: de lejos había observado la escena y bajo algún extraño mandato social sintió que su presencia ahí era completamente imprescindible por el solo hecho de ser él el padre de los niños, aun cuando para servir torta se requiera tan sólo de un adulto.

—Les voy a servir un poco de torta a estos niños que hace un rato me están pidiendo —le dije al padre, en un intento de generar un diálogo que sustentara su presencia.

—Sí, sí, gracias, pero no te preocupes, no te quiero quitar tu tiempo —me dijo el padre, con una leve actitud nerviosa.

—No hay problema, tengo tiempo —le dije (de hecho estaba aburridísimo)—, pero si quieres me puedes ayudar pasándome esos platos y yo te voy entregando los trozos de torta para que los repartas.

—Si, por supuesto —me dijo, al tiempo que los niños se acercaban, ya percibiendo la cercanía del azúcar en el futuro inmediato.

Ahí se fue el primer trozo de torta, para el hijo mayor de papá. El niño lo recibió emocionado y se apartó para dar paso a su hermana pequeña. Segundo trozo para la niña, su boca rebosaba en saliva recién excretada ante la presencia del dulce manjar. Tercer trozo para el otro niño, mas no hay plato. ¿Dónde está el plato que se supone que papá me pasaría? Pues papá estaba muy ocupado en dar instrucciones a sus dos niños sobre la limpieza de la ropa en situaciones de ingesta de crema de cacao, ¡que sabemos cómo mancha! El trozo de torta en el cuchillo y el niño esperando, el papá vuelto de espaldas, muy ocupado en su quehacer, que sólo vio interrumpido al grito de «¡siguiente plato!», que lo hizo saltar un poco de su lugar (y de su estado mental), para incorporarse a la tarea que tan descuidadamente había dejado inconclusa.

—¡Ahh, sí, falta uno más! —me dice despreocupado, sin la menor intención de excusarse, menos todavía avergonzado. 

Tomó un plato y lo dejó en la mesa cerca de mí para volverse rápidamente hacia sus hijos a seguir dando absurdas e inservibles instrucciones: «Coman sentaditos, no se ensucien, sean niños buenos, bla bla bla». El tercer niño tomó su trozo de torta y se sentó al lado de sus compañeros a comer, ante mi inconsciente miedo de que el padre de los otros dos lo expulsara del lugar a patadas.

Pero papá volvió a su círculo de amigos y yo a aburrirme al lado de la torta mientras los pergenios gozaban de su peligrosa sobredosis de azúcar.

Reflexiones de B.Prais en torno al tema

«La verdadera razón por la cual estoy aburrido no es porque yo mismo no tenga hijos, y por lo tanto no sepa nada sobre “qué significa la paternidad y cuales son sus secretos”. No, la verdadera razón es simplemente que me aburren ellos, mis contemporáneos, y en lo que se han convertido. La de ‘los platos de torta’ es de la clase de escenas que revelan el mismo egoísmo que I.R.Prais sintió en aquel hospital veterinario hace tanto tiempo atrás, relato que por lo demás no me costó traer de vuelta a la memoria ante los hechos. Vale preguntar ¿amas a tus hijos porque son niños y a los niños hay que amarlos y cuidarlos, por propia ética o simplemente porque es el mandato que ha sustentado eficientemente a nuestra especie por millones de años? ¿O amas a tus hijos porque son tuyos y llevarán tu apellido por muchas generaciones más, inmortalizándote de esta manera y liberándote del miedo más grande que la humanidad haya conocido jamás: el miedo al olvido?

»Abortaste a los veinte años por razones obvias. En una sociedad que enaltece tanto el goce individual, y más aún en tu estrato social, criar niños es visto como un sacrificio del todo inútil, sobre todo para la gente joven, que es llamada más bien hacia un hedonismo frenético, aunque cuyos intentos de satisfacción suelen exigir más esfuerzos que promover placer. Pero entonces ¿por qué tener hijos en este preciso momento? Quizá ahora, en una edad en que se supone que hemos gozado de la juventud hasta el hastío, y ya cumplidas ciertas metas que la sociedad espera de nosotros, sea el instante preciso para generar descendencia, pero ¿nos mueve realmente el amor a los niños o al menos alguna suerte de mandato instintivo? Alguien dice amar a los perros, pero es capaz de ver a un cachorro muriendo en brazos de una niña desconsolada sin experimentar el más mínimo ápice de compasión, por el sólo hecho de que no es suyo, no es su perro. Así mismo hay quien dice amar a los niños pero ni siquiera es capaz de considerar a los niños de otros para servirles un mísero pedazo de torta. ¿Qué sucede ahí? ¿No será que estamos tomando a los niños no por personas, sino por puntos necesarios en nuestro Curriculum Vitae

»Pues me parece distinguir en las sombras aquel viejo imperativo que nos lleva una y otra vez a satisfacer las múltiples exigencias que nuestro círculo social tatúa en nosotros y que escapan a nuestra conciencia, y por lo tanto a nuestra voluntad. Tal imperativo refleja en última instancia un mandato instintivo, no el de fornicar para generar descendencia sino el de pertenecer a una sociedad siguiendo sus patrones, sean cuales sean estos. No hay nada que juzgar, estamos hablando de supervivencia, pero aún así, ¿no resulta una acción poco decorosa en comparación a lo que sería, al menos en algún grado, el uso de la voluntad consciente y libre de ejercer un destino propio para una especie que se dice racional?

»Voluntad al menos para aceptar honestamente las propias motivaciones. Es obvio —pues sería yo un necio de no considerarlo—que todo esto es algo que se me ocurre a mí pues corresponde a mis propios miedos y a mis propias sombras, sin embargo lo veo tristemente reflejado en una porción no menor de contemporáneos míos, quienes no obstante son inconscientes de esta misma consideración. Y esto es lo realmente preocupante de una tendencia perniciosa (como lo sería utilizar a las demás personas en vez de amarlas): no es la actitud en sí, sino más bien, la ignorancia e inconsciencia ante esta propia actitud.

»Al respecto, mi querido I.R.Prais tampoco podría reconocer las graves inconsecuencias éticas que observa en las demás personas si no fuesen propias también, o si no fuesen al menos alguna de las tendencias más fuertes en su actuar. ¡Ah, bucear en las oscuras aguas de nuestra personalidad resulta tan ingrato! Sin embargo, es la única salida posible hacia el único grado de libertad al que podemos optar como individuos, que es la conciencia de nosotros mismos. El ideal de virtud es algo que deseamos para nosotros, pues la estima por parte de la sociedad es una herramienta de supervivencia crítica para nuestra especie. Es por esto que resulta tan duro aceptar que jamás alcanzaremos tal virtud, tanto que a veces prefiramos optar por el auto-engaño. Pero me daré un propio consuelo: el ideal de virtud es cultural y arbitrario, y aquello que en realidad somos se encuentra teñido en tal grado por influencias externas que podemos, sin ninguna vergüenza, considerarnos sin pecado concebidos».

Me quedé mirando con cierto disgusto hacia este padre que ha vuelto a su círculo de amigos a seguir hablando sobre las inversiones en la bolsa de comercio, sobre cómo sacar beneficio personal de la crisis económica que hunde a países enteros, todo esto mientras los tres niños se manchaban la ropa con la oscura crema de la torta. Pensé que si este sujeto atropellara a un cachorro en la calle, aunque avergonzado y con culpa, aceleraría a fondo y se perdería rápidamente en la siguiente esquina, dejando morir a ambos: al animal y a una valiosa oportunidad de concientizar su propio egoísmo.

—June, 2018


La imagen es un detalle de un famoso cuadro de Gustav Klimt

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