Cómo tratar a un Anarquista 

Los anarquistas no somos violentos como la mass-media hace creer a una gran mayoría de la gente. Muy por el contrario, los anarquistas somos personas respetuosas con el entorno, cuidadosas con las otras y responsables con nosotras mismas. Pero aún así, y debido a circunstancias intrincadas, frecuentemente somos confundidas con quienes practican la violencia (a quienes preferimos llamar «violentistas»). Tal confusión no tiene razón de ser y detallaré los motivos. 

La esencia que guía a los anarquistas es bastante más sencilla y menos ruidosa que los prejuicios que se nos cuelgan: tal como la etimología de la palabra lo indica, no reconocemos gobierno, así de simple. Evidentemente todo en el universo esta gobernado por fuerzas que lo definen y le otorgan coherencia, y los seres humanos no escapamos a esto, pues también nos encontramos influenciados por mandatos biológicos y sicológicos que son tan fuertes que harían temblar todas nuestras concepciones contemporáneas de «libertad» si nos detuviésemos a observarles con cautela. A lo que en realidad nos referimos cuando hablamos de «gobierno» es a aquella ilusoria institución de poder que hemos creado las personas para lograr cierta cohesión social, ahorrando así el enorme esfuerzo que implica coordinar a nuestra comunidad en forma emocional, como se hace en las tribus. Tal sistema ejerce además un riguroso mecanismo punitivo que busca controlar nuestros impulsos más burdos, siendo esto último algo que por desgracia es enormemente difícil para mucha gente. Ejemplo de estos impulsos son la venganza, la violencia provocada por la ira, la tentación del abuso en una situación de poder o el egoísmo. Esta dificultad (que estadísticamente parece propia de las «personas civilizadas» pero no necesariamente de la humanidad en sí) es lo que lleva al caos y a la violencia en escenarios de ausencia de un gobierno externo. Y lo que más aterra de esto no es precisamente la situación de anarquía (que de todas maneras siempre resulta efímera), sino más bien la tendencia espontánea que muestran las personas en escenarios de caos social a establecer nuevos ordenes jerárquicos, es decir, un nuevo gobierno, pero uno rápido y rudimentario, el cual puede ser abusador, barbárico y previsiblemente más injusto que el anterior. 

Pues bien, este caos y esta violencia nada tienen que ver con los anarquistas. Nosotros, al negar conscientemente al gobierno externo, y justamente para evitar la violencia, debemos hacer de nuestro propio gobierno interno, de nuestra autodeterminación y conciencia, las prácticas más usuales. Los anarquistas sabemos que el cultivo del autocontrol (lo que finalmente deriva en algo rayano a la libertad) no es el designio de unos pocos elegidos, sino la expresión más genuina del género humano. No obstante, su ejercicio requiere mucha consciencia, la que felizmente es también una expresión por defecto en las personas, y que simplemente necesita de un cierto tiempo individual de desarrollo para mostrarse, tal como muchas otras facultades humanas que se desarrollan con los años pero sólo si las circunstancias lo propician. 

El problema con esto radica precisamente en que el estilo de vida de las personas en civilización no promueve el desarrollo de esta conciencia, más bien la atrofia. De este modo, el gobierno externo debe ser cada vez más fuerte a fin contener a una población cada vez menos auto-contenida, cual padre que cría a sus hijos para ser dependientes de él por siempre, niños eternos que nunca llegan a tomar sus propias decisiones, pues de poder, lo harían con torpeza y poco juicio. El mecanismo operacional de las civilizaciones y de sus gobiernos se basa en las leyes y las reglas, cosa que a los anarquistas nos parece adecuada a una primera instancia, como a cualquier madre también le parecería adecuado aplicar a la crianza de sus niños, y por la misma razón. Sin embargo, la ejecución de este mecanismo debe ser una medida transitoria, como lo sería un tratamiento médico invasivo para una enfermedad invasiva también.

El principal aspecto a tratar en el desarrollo individual, a nuestro juicio, debe ser la propia contención del miedo. El miedo es el principal enemigo del anarquismo y la razón por la cual las personas se aferran a las leyes como si fueran a morir por soltarlas. Los anarquistas nos regocijamos en la libertad de las demás personas, somos felices estando rodeadas de gente libre. Pero quien vive presa del miedo ve en la libertad de las demás una terrible amenaza. Teme tanto esta situación que es capaz de renunciar a su propia libertad con tal de ver anulada la del resto de la gente. Son estas personas justamente las defensoras más férreas de las leyes y de las reglas.

Los anarquistas entendemos y respetamos el miedo de las demás, ayudándolas de a poco a tomar consciencia, a amar la libertad. Sólo por esto seguimos y acatamos sus leyes de buena manera y sin arrugar el rostro, aunque algunas de estas leyes sean tan obvias que a veces nos parezcan una burla. Por ejemplo, esa ley que prohíbe matar a otra persona nos parece casi ridícula. ¿Para qué referirse a algo tan elemental? Salvo casos puntuales como la eutanasia, ¿qué razón lógica existiría para quitar la vida a otra persona? Es cierto que hay gente que lo hace, mata a otras por dinero u organiza guerras —en donde mueren niños— sólo para obtener petróleo más barato. Pero estos comportamientos son vicios de la civilización, la misma que actualmente, por torpeza tal vez, impide a las personas desarrollar su conciencia y su respeto hacia el entorno, y no representan en ningún caso una tendencia humana natural de la cual no podamos liberarnos. He ahí el fundamento de la concepción transitoria de las leyes: los vicios que intenta combatir responden a una situación coyuntural también, y no a una supuesta esencia inmutable. 

Una persona que mata a otra es víctima de una terrible enfermedad, que es el desamor y la desconexión con aquello que realmente constituye la esencia más elemental de la humanidad, que es la fraternidad y el cuidado mutuo. Este desamor es una enfermedad de transmisión social, y su tratamiento no puede ceñirse únicamente al individuo, sino que debe englobar a la sociedad completa. Es por eso que la aplicación de leyes que castigan individualmente a los asesinos nunca ha logrado impedir los asesinatos, y queda reducida en el mejor de los casos a una vendetta satisfactoria pero de baja moral y escasa utilidad. El desamor, esta terrible enfermedad, a los anarquistas no nos parece azarosa en lo absoluto, sino consecuencia lógica de la irresponsabilidad y desidia que propicia la civilización en sus individuos, al atrofiar la creatividad que les es natural y dejarlos a merced del miedo.

Los anarquistas nos movemos en este mundo de leyes, normas y restricciones como turistas en un país exótico, es decir, asumiendo con ligereza nuestro lugar en el entorno, pero sabiéndonos ajenas en el fondo, pues somos las únicas personas que nos damos cuenta, a ciencia cierta, de que las leyes son prescindibles. Somos humanos: la responsabilidad y el cuidado de las personas no son valores promovidos por las leyes, y no necesitan serlo, pues es nuestra misma naturaleza humana aquello que los anima. Y a quien le parezca que es más bien la violencia y la avaricia aquello que mueve primordialmente a la humanidad (y de lo cual las leyes presumiblemente nos protegen) probablemente no esté considerando los millones de años en que la evolución ha hecho de las personas individuos cada vez más débiles frente a las hostilidades de la naturaleza, pero en pro de una capacidad única de coordinación social, pues nuestra única fortaleza frente a un entorno adverso e inclemente se basa en la cooperación y el apoyo mutuo. Es más, la «inteligencia», esa tremenda agudeza cognitiva de la cual nos jactamos como especie (y por cuyo soporte físico, que es el cerebro, pagamos con una enormes cantidad de recursos de nuestro organismo), no tiene otro fundamento que no sea establecer vínculos profundos entre nosotras, con el único fin de poder cooperar exitosamente y así prosperar. Y el hecho de que actualmente la humanidad haya logrado conquistar todo el mundo habla suficiente sobre la enorme ventaja que supone esta capacidad cooperativa como estrategia de supervivencia, y de lo conveniente que resulta, después de todo, llevar una cabeza tan pesada a cuestas.

Sin embargo, y por mucho que pensemos que el altruismo es la esencia de la humanidad, se trata en realidad de una tendencia que puede no manifestarse si el entorno no lo promueve. Y es en tales escenarios en que las leyes encuentran sustento, pero —y somos enfáticas al decirlo— sólo como medida abiertamente transitoria. Los anarquistas confiamos en el enorme potencial de la conciencia humana, lista para ser despertada si el entorno social lo permite, y que nos puede llevar a la fácil conclusión de que la paz es la condición óptima para vivir, y que perturbarla de cualquier forma resulta absolutamente innecesario. Y justamente la confianza es la clave para que este potencial logre su correcto desarrollo. Sobreproteger, por parte de un gobierno, a los individuos que conforman una sociedad, desconfiando de su capacidad innata de cooperación y autogestión, genera la inevitable atrofia de estas capacidades, y los transforma en personas que temen a la libertad y se acunan al amparo de los gobiernos por desesperación y no por elección consciente, cual niños sobreprotegidos que no se atreven a dejar el nido parental. El desarrollo de estas capacidades significa un camino largo para cualquier gobierno, cultura o sociedad, análogo al tiempo de desarrollo que lleva a un niño a convertirse en adulto, pero es el único camino. Los anarquistas creemos que cualquier gobierno externo, por muy necesario que sea, debe asumir su carácter transitorio, pues si su objetivo principal no es preparar a una sociedad y a los individuos que la componen para el auto-gobierno, entonces no es un gobierno para seres humanos, sino lisa y llanamente un pastoreo.

Pero los anarquistas sabemos que este escenario último no es posible, pues la conciencia aflorará en la humanidad por si sola, aunque el miedo la quiera retener por mil años, pues el miedo es un artificio perverso, mientras que la confianza es la respuesta humana por defecto. La confianza diluye el miedo y permite a las personas su pleno desarrollo, tanto de sus cuerpos y de sus facultades como de sus vínculos con la comunidad, tal como niños que ya se han convertido en jóvenes fuertes y sensatos, que pueden perfectamente dejar el amparo de sus padres e ir a vivir sus propios propósitos y metas. Y son estos individuos quienes luego componen civilizaciones que pueden llegar todavía más allá, a niveles de prosperidad y complejidad cultural que la historia escrita no ha registrado jamás.

Entonces, esto es precisamente lo que buscamos los anarquistas: refinar la esencia más pura de la humanidad, que son las relaciones en donde las normas, el poder y la jerarquía simplemente ya no tienen papel que jugar.

11th August, 2019


Imagen: Rob Dobi – http://www.robdobi.com/

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