Escenas típicamente folclóricas de nuestro Chile querido

Esta maravillosa fotografía ha caído hoy en mis manos. Viene de tiempos muy lejanos, tiempos en los cuales todo era diferente, todo tenía otro matiz, quizá otra profundidad, en algún eje dimensional que ya ni siquiera existe. Para nosotras, que observamos con tanta distancia las fotografías, aquel mundo del pasado parecía ser gris y sepia, pero testigos aseguran que en estos tiempos los colores brillaban con intensidad inusitada, desplegando tonalidades ya imposibles de percibir.

Os presento a los personajes de interés que forman esta simpática y rústica composición. El que lleva un libro en sus manos (muy útil en las faenas campestres) es mi abuelo. Mi bisabuela está también ahí y la podréis reconocer pues su expresión carece de la clásica humildad que caracterizaba a los campesinos de aquella época. Su sonrisa es altiva así como su porte, mas hais de saber vosotras que tanto ella como mi abuelo mostraban al mundo una singular humildad que era no sólo típica de aquella gente rural, ni de la identidad sudamericana que llevan a cuestas, sino también de todos los tripulantes humanos de ese momento histórico (*).

Eran otros tiempos, todos parecían entender verdades comunes y más profundas de lo que las palabras permiten expresar. Hoy casualmente leí también la columna de Cristian Warnken (conocido intelectual chileno, férreo defensor de los valores clásicos), en la que el pobre, en actitud de completa decepción, se pregunta con nostalgia por aquellos tiempos en que las virtudes eran realmente un pilar fundamental para el acervo humano. Tiempos en los que efectivamente había más pobreza si se quiere, pero tal vez debido al solo hecho de que había, para la sociedad en general, cuestiones de índole espiritual mucho más importantes que «escalar en la sociedad», práctica frenética que nos ha llevado a una masacre cultural y espiritual, y que fruto de la misma, cada vez menos gente tiene la capacidad de lamentar hoy en día.

Yo por mi parte sólo puedo referirme a la cuestión existencialista, a «la gran pregunta», la mayor pregunta de todas: «¿Por qué?». Y es esa pregunta la que parece haber madurado en los sudamericanos del siglo XIX y XX, en cuyo ritmo, forma de vida y cosmovisión parece haber una respuesta implícita, velada a las palabras pero diáfana a los hechos. «¿Por qué estoy viviendo en este mundo sin saber qué vine a hacer aquí?». 

Ahora claro, es uno el «aburrido existencialista» que insiste en sacar a juego esta ancestral y olvidada pregunta, pues el hombre moderno no necesita de ella y menos de sus múltiples respuestas. No, el hombre moderno necesita estar a la moda, por eso es moderno. Necesita su iPhone, su perfil en redes sociales, bien nutrido de un vasto catálogo de selfies around the world, necesita ser bonito porque necesita ser aceptado, necesita ser valorado por lo que es, o al menos (que es la mayoría de los casos) por lo que no es.

Y bien, así las personas llegan a viejas sin haberse hecho la pregunta siquiera, pues esa pregunta era una oportunidad, no una obligación. Pero cuando se es viejo llega una nueva pregunta, y esta vez sí que es una obligación: «¿De qué sirvió?». La extinción de todo aquello por lo cual vivimos está cerca, el fin sin retorno, el «ya nunca más». Y esta pregunta es aún más difícil de responder, pues en ella subyace implícita la primera, dos preguntas en una. La muerte está cerca y llegará sin aviso y sin ni siquiera pedírnoslo sentiremos que estamos obligados a rendirle cuentas, a contestarle.

Pero, como ya nos hemos dado cuenta, las respuestas formuladas en palabras no son más que explicaciones vagas e imprecisas. El solo intento de extraer de ellas cualquiera suerte de verdad práctica resulta patético. Los hechos son las reales respuestas, y en el ocaso de la vida, tan sólo nos quedan los hechos, quienes hablan por nosotras. Ya de nada vale dar explicaciones pues nuestra verdad la llevamos tatuada en el rostro como una evidencia ineludible de lo que fuimos, y por lo tanto de lo que somos. Y en la vejez, más que nunca, de lo que seremos.

Así que en el siglo XXI las marcas otrora ineludibles de la vejez son tapadas por cirugías estéticas, lifting, y botox. Jóvenes para siempre, ojalá nunca llegue el momento en el que tengamos que rendir cuentas.

Y mientras tanto, la gente en la carreta simplemente vive su destino, con la tremenda responsabilidad que ello implica. Y entre ellos, estos simpáticos personajes de eras pasadas que sólo a través de mi abuelo he tenido la suerte de conocer. La pregunta está en su rostro evidenciada como los años por las arrugas, y la respuesta se encuentra en su vida misma.

—April 14, 2016


(*) circunstancias que me fueron reveladas posteriormente (y que tal vez debí investigar antes de escribir esto con tal ligereza):

1) No es un libro lo que lleva el abuelo en la mano. Pese a que es usual que uno se dedique a la lectura en las largas horas de viaje, la logística de la carreta lo hacía poco factible a menos que se deseara leer sólo dos planas. Los palos que sobresalen son para afirmarse durante la marcha, en la cual los insistentes vaivenes del rústico medio de transporte amenazan la seguridad de los tripulantes. De este modo, el libro podría haber sido sujetado solamente con una mano, haciendo del cambio de página una maniobra sencillamente imposible.

2) El trayecto tenía como objetivo un centro vacacional. De este modo se sospecha que se trata de un viaje de placer.

3) El abuelo reveló haber estado en el colegio en el momento de la foto. Su apariencia entonces adquiere una misteriosa atemporalidad.

4) Entre las dos personas sonrientes se infiere cierta relación de amistad. Según los datos entregados, la mujer no identificada fue efectivamente una profesora de la misma escuela que la bisabuela, además de su amiga personal. En reiteradas ocasiones esta mujer los invitó, a mi bisabuela y abuelo, a la pensión de sus familiares en Pichilemu (o en las cercanías). Todo va adquiriendo sentido.

5) El resto de las señoras campestres son en realidad profesoras normalistas. En aquellos tiempos la apariencia aportaba datos escuetos sobre la ocupación laboral de las gentes.

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