Juan Sebastián, el Viejo

Juan Sebastian, el viejo Juan Sebastián, se sienta frente al teclado de su spinetta muy mal temperada a causa del frío invierno que se cuela implacable por la ventana de la cocina, y que sin misericordia alguna, fríamente, tal es su carácter, modifica según sus azarosos caprichos la temperatura y tensión de cada cuerda, tornando incoherente aquella otrora maravillosa y armónica relación que las ensamblaba, la cual tanto se había afanado el viejo en lograr. 

—¡Vieja! dejaste abierta la ventana —grita el viejo mosqueado.

Corre Anna Magdalena a acallar los pesares de su marido, el viejo prócer, insigne maestro cantor que se bate enardecido entre sonidos y tinta, para dar forma a aquellas ideas y melodías que, provistas de un ánima —diríamos— independiente y caprichosa, vuelan por los alrededores cual moscas sobre el Apfelkuchen, y frente a las cuales el maestro de capilla se debe alzar con rapidez si desea enfrascarlas en su motete, aun estando estas en pleno vuelo. Mas no hay vuelo, por impredecible que sea, capaz de librarse de la maestría y destreza que su estocada ha desarrollado con los innumerables años en el oficio, y que es tan rauda como aguda. Cual feroz espadachín sobre la partitura, su pluma ágil hiere el pentagrama de corcheas y fusas, cuartinas, tresillos, y hasta a veces semifusas. 

—Este flautista sabrá lo que es bueno —susurra maliciosamente el viejo entre dientes al tiempo que hace una pequeña marca entre aquel batallón infranqueable de notas uniformes.

—…un pequeño silencio de corchea bastará para respirar —añade con picardía.

La cacerola hierve el preciado alimento y en la cocina de la familia Bach su tapa baila al ritmo de la destemplada spinetta de Juan Sebastián. Mas ni el hambre ni el frío pueden contra el frenesí de cuartinas casi ininterrumpidas que el viejo maestro imprime en el papel, y con que la valiente sección de vientos ha de ostentar bravura y gallardía durante el estreno, además de una apnea sobrehumana.

En esto, raudos y vehementes, hacen su ruidosa entrada los hijos más jóvenes del dispar matrimonio, aquellos querubines consentidos cuya estricta crianza la vejez del maestro ha preferido dejar reposar, a falta de interés o quizá fruto de la benévola templanza en que los años maceran a las gentes. El portazo que anuncia la entrada de los pergenios es violento y retumbante, y hace temblar peligrosamente el tintero sobre la spinetta, que Juan Sebastián se apresta a asegurar. Con más prisa que ellos se cuela por la puerta abierta de par en par un golpe helado de exterior que termina de imprimir sus grotescos colores en la afinación de la pequeña arpa del instrumento, acabando definitivamente con la inspiración divina que tanto tiempo le había tomado al viejo evocar. 

Los hijos, llamados Johann Christian y Johann Christoph, son más bien lo que podríamos llamar ‘varones en edad’, pese al cariño y consideración que reciben como si de niños se tratase. Esbeltos y velludos efebos, portadores de belleza y elegancia, tan bien formados en las artes musicales como amatorias, llegan arrastrando consigo una larga noche de farra y descontrol que aún no abandona del todo la coloración de sus ojos y el desarreglo de sus pelucas. Como una sombra etérea y melancólica, los persigue también el aroma del alcohol y el de los cabellos perfumados de alguna cortesana de reputación dudosa quizá, pero de aficiones musicales refinadas sin objeción.

—¡Otra vez con tus fugas, viejo! —gritan insolentes entre risotadas y burlas, ya enterados del contrapunto de cuartinas que desde la calle se dejaba adivinar.

El viejo musita algo entre dientes, mas los años le han dado la experiencia necesaria, y sus batallas ya las sabe escoger muy bien. Sin dar mayor crédito a sus retoños se apresta a dar vuelta a las clavijas, a invocar nuevamente de los cielos a su metafísico temperamento perfecto.

—¡Ponte en onda, abuelo! —dice Johann Christoph, el mayor.

A lo que su hermano procede a añadir:

—¡Si, hermano! —refiriéndose a su padre en realidad, en un ambiguo uso de la palabra, propio de la jerga juvenil— ¡Deja ya de hacer música pasada de moda! Ahora esto está «pegando fuerte», escucha!

El joven Johann Christian se acerca a la spinetta de su padre y con su descuidado tacto, tan propio de la juventud como de los mecenas sajones, corre de un coletazo al viejo, quien masculla algo entre dientes, en un leve pero sostenido refunfuñar.

—Escucha, viejo, esto es lo trendy, ¡esto se escucha en Viena!

El jovencito impetuoso comienza a interpretar una sonata moderna y se vanagloria de sus melodías, juguetonas y coloridas pero que al viejo le parecen simplonas y anodinas, tan desabridas que de inmediato le quitan el poco apetito que penosamente comenzaba a asomar. Rápidamente y con una torpeza similar a la de su hermano (aunque inapropiada para un mozuelo ya mayor) se incorpora Johann Christoph tomando un violín que el viejo dejaba siempre a mano por si la inspiración se presenta rauda. 

Ante el escepticismo del viejo, los dos hermanos comienzan a interpretar la sonata «siguiendo el groove», mientras gritan con la típica energía que los mozalbetes impertinentes suelen impostar en cada uno de sus bramidos:

—¡Esto si que suena, bro! ¡No como tu música para ancianos!

Juan Sebastián observa, piensa y medita. Definitivamente esta no es su batalla. Sus hijos lo acusan de estar «pasado de moda» y se burlan de él en un festín de carcajadas y risotadas grotescas, berreadas por unas voces cuyos timbres púberes no se han ido del todo, mientras continuan con su concierto chabacano, otorgando escaso crédito a la discordante afinación del teclado o al férreo semblante del viejo, quien ya se ha parado de su asiento y los mira a escasos metros, pero a la vez, desde un lugar que está muy lejano, una dimensión en la cual no caben más que bellas ideas y armoniosas melodías, el sonido de la perfección celeste encarnado en doce tonos, aquella esencia divina que dio origen al universo mismo y que mediante su enorme experticia, Juan Sebastián deberá adaptar a la vulgaridad de este mundo y a su insufrible tosquedad. Aunque sin sentirse por ello intimidado en lo absoluto. 

Ante el singular grito de llamado a comer, y entre escándalos, manotazos y alaridos, corren los dos pergenios a la cocina dejando solo al viejo y al silencio beato que se apodera rápidamente de la sala, silencio que es la música esencial de cuya presencia intangible surge la vida misma.

El Viejo, cuyo ostentoso título prefiere colgar en la percha cada vez que entra a su casa, una vez recuperada la tranquilidad se sienta sin prisa frente al instrumento para continuar su labor. El trabajo de afinación resulta pulcro y diligente, unas cuantas vueltas a la clavija y la maravilla del temperamento preciso vuelve a tomar forma, la consonante perfección del mundo encuentra por fin reflejo en su spinetta casera, dotada otra vez, como por arte de magia, de una opulenta y fresca lozanía. Preparado para adentrarse en el arte de su fuga, Juan Sebastián toma la espada nuevamente y emprende donairoso su aventura.

¡Quijote del contrapunto! ¡Viejo prócer! ¡Tu espada no da tregua! La partitura vencida sangra ya su tinta como fiel testigo de tus dotes. 

El viejo Bach la limpia con cuidado y procede al siguiente compás.

— April 2010

* Nota: es conocido el gran respeto que los hijos de J.S. Bach guardaban hacia la figura de su padre y a su obra. No se tome este texto más que como una humorada ficticia.


Imagen: Veranstaltungsposter von Berliner Philharmoniker – http://www.bach-cantatas.com/Memo/Memo-0041.htm

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